EL AMOR DE UN GORDO
BUENO.
por Mangaruto.
Desperté
sobresaltado. Un frío intenso me recorrió la espalda. Ruidos, golpes, carreras,
murmullos, llenaban el ambiente... (Me extrañó que León no estuviese junto a
mí,... me gustaba sentir su presencia cuando despertaba). Todavía medio
adormilado, caminé desde el rincón del corredor donde nos habían puesto los
deshilachados sacos que nos servían de cama y vi, en la penumbra del amanecer,
tres o cuatro sombras que se movían cerca de la casa.
Se
abrió la puerta y asomó la cabeza desgreñada de Juan, chiquillo de largos siete
años, que se restregaba la cara somnolienta:
-¿Qué
pasa?- preguntó con voz bostezada.
-¡El Gordo...!
- un fuerte pitazo y el traqueteo madrugador de un veloz tren que pasaba sin
detenerse por la línea del ramal, me impidió escuchar el resto.
[Una
desgracia inmensa debería haberle ocurrido al que era uno de mis mejores
amigos, "El Gordo", como le decíamos cariñosamente. Imaginé su
rubicundo cuerpo ovalado, de extremidades muy cortas, cara redonda de pequeños
ojitos hundidos y orejillas puntiagudas y mágico tirabuzón caudal, puesto allí
por el Hacedor para adornar su pícnica figura de gordo bueno...]
-¡Tú,
trae la carretilla! - escuché que ordenaba Carlos Moco. Lo reconocí en la
oscuridad por el hueco de sus piernas chuecas, por entremedio de las cuales
pasaba fácilmente la pelota de trapo en las pichangas, que comenzaban apenas
terminado el magro desayuno y terminaban cuando el balón salía de la cancha y
no era habido entre las tinieblas que cubrían el pasto.
Me
acerqué prudentemente al grupo para escuchar mejor; pero, en ese momento todos
echaron a correr y yo los imité poniéndome al lado de León.
- ¡El
Expreso atropelló al Gordo! - me informó por el camino.
[Como
un relámpago pasó por mí, un amontonamiento de imágenes que mezclaban las
figuras de todos mis amigos: los niños, León, y la suya... Lo conocí un día que
acompañé al viejo Profesor y su hijo a Santa Catalina, un fundo cercano.
Regresábamos en la tarde calurosa de verano. El trumao reverberaba impidiendo
medir las distancias y a cada paso que dábamos se levantaba el fino polvillo.
Ellos
sentían el ardor del suelo traspasándoles la plantilla de los zapatos en
contacto directo con la tierra a través de sendas heridas en las suelas.
Mientras, yo iba tratando de pisar el coirón de mata en mata, para no quemarme
los delicados cojinetes de mis patitas de pequeño burgués.
-¡En
aquella casa descansaremos! - dijo el jefe de la expedición, señalando un
rancho en la lejanía indefinible, al mismo tiempo que alargaba el largo y firme
tranco, indiferente al desfalleciente trotecillo del muchachito jadeante.
Al fin
llegamos. El ranchito estaba rodeado de arbolitos y en su antejardín, junto a
polícromos macizos de flores sembrados al voleo, se veían los tomates, ya
encuadrados por las varas que afirmarían las débiles matitas, un tablón de
cebollas y algunas matas de ají putamadre que preparaban su rojez para futuras
cazuelas de pava.
Un
perro levantó perezosamente la cabeza y lanzó un debilucho ¡guauu!, atrayendo a
una frágil viejecilla que caminó largamente para recibirnos.
-¡Sale
Tigre! - fue el rezongo optimista recibido por el costillas, cuero y cola que,
aliviado por haber sido relevado de sus altas funciones, se recostó nuevamente,
sin siquiera dirigirme la tradicional olfateada de saludo. No respondí al
desaire, y fui a echarme, acezando, a la sombra del parrón que guiaba en un
largo encatrado de maderos carcomidos. Un hombre se levantó de unas mantas
tendidas en el suelo fresco, saludándonos de buenas ganas y les señaló, a
ellos, un piso de madera y una desvencijada silla tapizada con paja.
En un refrescante charco, al lado
del pozo, estaba él, tendido cuan corto era, ronroneando suavemente. Su pelo
negro y grueso, su boca corta y marcada con dos profundos hoyitos que hacían
las veces de narices, su mirada franca y simpática y, especialmente, su linaje
aparentemente puro, entusiasmaron al maestro. Mientras bebían el agua con
harina, servida en un limpio tarro duraznero con un asa de alambre de fardo,
regateó con el casero hasta que lo convenció.
Una vez
que el sol hubo perdido su fiereza, dejando paso a una fresca brisa vespertina,
regresamos acompañados por nuestro nuevo amigo].
Un
gruñido de advertencia de León, me sacó bruscamente de mis reflexiones; corrí
hasta donde se divisaba un bulto. Lo miré; no era el Gordo, era su mitad
posterior. (Es raro, pero no sentí ninguna emoción. Sabía que era él. Mi razón
no podía engañarme. Pero mis sentidos se negaban a identificar a aquellos
restos inertes con el que había sido el nexo vital de aquel nidito afectivo que
nos unía, a niños y mascotas, en la gran aventura del comienzo de la vida).
Gritamos fuertemente para atraer la atención de los muchachos.
[Nunca
dejó - volví a divagar - de acompañar al niño cuando iba al almacén de doña
Chepa a comprar alguna cosa. Con una paciencia infinita, esperaba que el bolito
de Juan hiciera su largo recorrido para quedar invariablemente, a un metro del
de su amigo Pedro (sordomudo a quien nunca nadie escuchó hablar; pero de quien
tampoco nadie pudo jamás vanagloriarse de verlo perder un bolito al hachita y
cuarta). Observaba, sin inmiscuirse, la sorda y muda rabia que se apoderaba del
impotente Juan. Sólo gruñía por lo bajo con un dejo de ironía, cuando, luego
del largo recorrido hasta el almacén, el niño no podía recordar si era
detergente o tallarines lo que había de comprar. Volvía junto a él hasta la
casa para preguntar cuál era el encargo y reiniciaba el viaje, junto a su
ritual de bolitos, rabia juánica y bolsillos ahítos del mudo, tantas veces como
fuera necesario para dejar conforme a la impaciente e incomprensiva madre
armada con la fustigante varilla de membrillo, eficaz correctivo de olvidos y
correrías].
Volví a
la realidad. Era Carlos Moco que gritaba unos metros más adelante:
-¡Juanito,
Juanito, aquí!
Trotamos
de nuevo. Allí estaba la parte anterior, mostrando aún su alegría de vivir y su
infinita bondad en los profundos ojos negros, abiertos como queriendo retener
en ellos todo el amor que recibió,... y entregó. Su pureza se había quedado
eternamente allí, entre los rieles, cadalso de los buenos que hurgan en ellos
su sustento carrilano.
Los
chiquillos, silenciosos, recogieron una a una, las dos partes casi intactas del
cuerpo y las depositaron religiosamente en la carretilla. En triste caravana,
regresamos a la escuelita. Nos esperaba el resto de la familia. Lloraban las
mujeres; los hombres, reconociendo en la desgracia el futuro rigor del rol
masculino, se contuvieron; nosotros buscamos con la mirada, la luna, pero ya no
estaba y ni siquiera pudimos aullarle. Sólo la guagua de triste partida, en su
infantil inconsciencia, jugueteaba sin que nadie reparara en ella.
Muchos
estuvieron por un funeral solemne al fondo de la quinta, a la sombra de los
grandes nogales de doña Chepa, que alargaban sus brazos para dejar, generosos,
algunos frutos a los pequeños ladrones,... de nueces. La niña pálida, de feliz
mariposa en el pelo y pronta partida (Es un soplo al corazón- le dijo el
médico- durará 12 años –el diagnóstico fue certero, ahora estará, como siempre,
sentada junto al Gordo rascándole la guata para que, al ritmo del rasquido, se
deje caer lentamente a su lado, de espaldas, con su característico ronroneo de
regalón impenitente), propuso la incineración ceremonial que había escuchado
narrar a la abuela solitaria... Pero, la renta era pequeña. La mujer de
Profesor primario de terno brillante por sus años de uso y el escobillado con
quillay; la madre de siete mocosos hambrientos, debía dejar las emociones a un
lado y fijarse sólo en las frías cifras de la libreta del almacén.
- ¡Lo
cocinaremos! -dijo enérgica, tratando de disimular el nudo en la garganta y el
rictus amargo de sus comisuras.
Todo
estaba decidido. El gordo y rollizo chanchito cojín se convirtió en longanizas,
sucesivas cazuelas con chuchoca y algunos huesos que León y Yo enterramos en el
patio como reserva para tiempos peores.
Su
carne se convirtió en energía, gastada en unas cuantas correrías y algún saber
vivir en el agreste mundo adulto; su espíritu, sin embargo, permanece en el
tiempo de otros niños, prolongación de aquéllos que lo vivieron, ahora ya
abuelos y abuelas, prontos a transformarse en recuerdos como él.
Nosotros,
el resto de las mascotas, en algún momento recibimos el homenaje a la
muerte-vida que también nos merecimos, aunque nos hubiera gustado más habernos
transformado junto al Gordo, en energía creadora en la vida de esos humanos tan
queridos.
- Aunque, Mangaruto - me dijo
León, alguna vez- dicen que en China comen perros...
- Tal vez, si hubiéramos nacido
allí... –contesté melancólico.
Francisco
J. Laporte Derves
Los
Ángeles. Chile.
2019