lunes, 14 de octubre de 2019

EL AMOR DE UN GORDO BUENO.


EL AMOR DE UN GORDO BUENO.
por Mangaruto.
Desperté sobresaltado. Un frío intenso me recorrió la espalda. Ruidos, golpes, carreras, murmullos, llenaban el ambiente... (Me extrañó que León no estuviese junto a mí,... me gustaba sentir su presencia cuando despertaba). Todavía medio adormilado, caminé desde el rincón del corredor donde nos habían puesto los deshilachados sacos que nos servían de cama y vi, en la penumbra del amanecer, tres o cuatro sombras que se movían cerca de la casa.
Se abrió la puerta y asomó la cabeza desgreñada de Juan, chiquillo de largos siete años, que se restregaba la cara somnolienta:
-¿Qué pasa?- preguntó con voz bostezada.
-¡El Gordo...! - un fuerte pitazo y el traqueteo madrugador de un veloz tren que pasaba sin detenerse por la línea del ramal, me impidió escuchar el resto.
[Una desgracia inmensa debería haberle ocurrido al que era uno de mis mejores amigos, "El Gordo", como le decíamos cariñosamente. Imaginé su rubicundo cuerpo ovalado, de extremidades muy cortas, cara redonda de pequeños ojitos hundidos y orejillas puntiagudas y mágico tirabuzón caudal, puesto allí por el Hacedor para adornar su pícnica figura de gordo bueno...]
-¡Tú, trae la carretilla! - escuché que ordenaba Carlos Moco. Lo reconocí en la oscuridad por el hueco de sus piernas chuecas, por entremedio de las cuales pasaba fácilmente la pelota de trapo en las pichangas, que comenzaban apenas terminado el magro desayuno y terminaban cuando el balón salía de la cancha y no era habido entre las tinieblas que cubrían el pasto.
Me acerqué prudentemente al grupo para escuchar mejor; pero, en ese momento todos echaron a correr y yo los imité poniéndome al lado de León.
- ¡El Expreso atropelló al Gordo! - me informó por el camino.
[Como un relámpago pasó por mí, un amontonamiento de imágenes que mezclaban las figuras de todos mis amigos: los niños, León, y la suya... Lo conocí un día que acompañé al viejo Profesor y su hijo a Santa Catalina, un fundo cercano. Regresábamos en la tarde calurosa de verano. El trumao reverberaba impidiendo medir las distancias y a cada paso que dábamos se levantaba el fino polvillo.
Ellos sentían el ardor del suelo traspasándoles la plantilla de los zapatos en contacto directo con la tierra a través de sendas heridas en las suelas. Mientras, yo iba tratando de pisar el coirón de mata en mata, para no quemarme los delicados cojinetes de mis patitas de pequeño burgués.
-¡En aquella casa descansaremos! - dijo el jefe de la expedición, señalando un rancho en la lejanía indefinible, al mismo tiempo que alargaba el largo y firme tranco, indiferente al desfalleciente trotecillo del muchachito jadeante.
Al fin llegamos. El ranchito estaba rodeado de arbolitos y en su antejardín, junto a polícromos macizos de flores sembrados al voleo, se veían los tomates, ya encuadrados por las varas que afirmarían las débiles matitas, un tablón de cebollas y algunas matas de ají putamadre que preparaban su rojez para futuras cazuelas de pava.
Un perro levantó perezosamente la cabeza y lanzó un debilucho ¡guauu!, atrayendo a una frágil viejecilla que caminó largamente para recibirnos.
-¡Sale Tigre! - fue el rezongo optimista recibido por el costillas, cuero y cola que, aliviado por haber sido relevado de sus altas funciones, se recostó nuevamente, sin siquiera dirigirme la tradicional olfateada de saludo. No respondí al desaire, y fui a echarme, acezando, a la sombra del parrón que guiaba en un largo encatrado de maderos carcomidos. Un hombre se levantó de unas mantas tendidas en el suelo fresco, saludándonos de buenas ganas y les señaló, a ellos, un piso de madera y una desvencijada silla tapizada con paja.
En un refrescante charco, al lado del pozo, estaba él, tendido cuan corto era, ronroneando suavemente. Su pelo negro y grueso, su boca corta y marcada con dos profundos hoyitos que hacían las veces de narices, su mirada franca y simpática y, especialmente, su linaje aparentemente puro, entusiasmaron al maestro. Mientras bebían el agua con harina, servida en un limpio tarro duraznero con un asa de alambre de fardo, regateó con el casero hasta que lo convenció.
Una vez que el sol hubo perdido su fiereza, dejando paso a una fresca brisa vespertina, regresamos acompañados por nuestro nuevo amigo].
Un gruñido de advertencia de León, me sacó bruscamente de mis reflexiones; corrí hasta donde se divisaba un bulto. Lo miré; no era el Gordo, era su mitad posterior. (Es raro, pero no sentí ninguna emoción. Sabía que era él. Mi razón no podía engañarme. Pero mis sentidos se negaban a identificar a aquellos restos inertes con el que había sido el nexo vital de aquel nidito afectivo que nos unía, a niños y mascotas, en la gran aventura del comienzo de la vida). Gritamos fuertemente para atraer la atención de los muchachos.
[Nunca dejó - volví a divagar - de acompañar al niño cuando iba al almacén de doña Chepa a comprar alguna cosa. Con una paciencia infinita, esperaba que el bolito de Juan hiciera su largo recorrido para quedar invariablemente, a un metro del de su amigo Pedro (sordomudo a quien nunca nadie escuchó hablar; pero de quien tampoco nadie pudo jamás vanagloriarse de verlo perder un bolito al hachita y cuarta). Observaba, sin inmiscuirse, la sorda y muda rabia que se apoderaba del impotente Juan. Sólo gruñía por lo bajo con un dejo de ironía, cuando, luego del largo recorrido hasta el almacén, el niño no podía recordar si era detergente o tallarines lo que había de comprar. Volvía junto a él hasta la casa para preguntar cuál era el encargo y reiniciaba el viaje, junto a su ritual de bolitos, rabia juánica y bolsillos ahítos del mudo, tantas veces como fuera necesario para dejar conforme a la impaciente e incomprensiva madre armada con la fustigante varilla de membrillo, eficaz correctivo de olvidos y correrías].
Volví a la realidad. Era Carlos Moco que gritaba unos metros más adelante:
-¡Juanito, Juanito, aquí!
Trotamos de nuevo. Allí estaba la parte anterior, mostrando aún su alegría de vivir y su infinita bondad en los profundos ojos negros, abiertos como queriendo retener en ellos todo el amor que recibió,... y entregó. Su pureza se había quedado eternamente allí, entre los rieles, cadalso de los buenos que hurgan en ellos su sustento carrilano.
Los chiquillos, silenciosos, recogieron una a una, las dos partes casi intactas del cuerpo y las depositaron religiosamente en la carretilla. En triste caravana, regresamos a la escuelita. Nos esperaba el resto de la familia. Lloraban las mujeres; los hombres, reconociendo en la desgracia el futuro rigor del rol masculino, se contuvieron; nosotros buscamos con la mirada, la luna, pero ya no estaba y ni siquiera pudimos aullarle. Sólo la guagua de triste partida, en su infantil inconsciencia, jugueteaba sin que nadie reparara en ella.
Muchos estuvieron por un funeral solemne al fondo de la quinta, a la sombra de los grandes nogales de doña Chepa, que alargaban sus brazos para dejar, generosos, algunos frutos a los pequeños ladrones,... de nueces. La niña pálida, de feliz mariposa en el pelo y pronta partida (Es un soplo al corazón- le dijo el médico- durará 12 años –el diagnóstico fue certero, ahora estará, como siempre, sentada junto al Gordo rascándole la guata para que, al ritmo del rasquido, se deje caer lentamente a su lado, de espaldas, con su característico ronroneo de regalón impenitente), propuso la incineración ceremonial que había escuchado narrar a la abuela solitaria... Pero, la renta era pequeña. La mujer de Profesor primario de terno brillante por sus años de uso y el escobillado con quillay; la madre de siete mocosos hambrientos, debía dejar las emociones a un lado y fijarse sólo en las frías cifras de la libreta del almacén.
- ¡Lo cocinaremos! -dijo enérgica, tratando de disimular el nudo en la garganta y el rictus amargo de sus comisuras.
Todo estaba decidido. El gordo y rollizo chanchito cojín se convirtió en longanizas, sucesivas cazuelas con chuchoca y algunos huesos que León y Yo enterramos en el patio como reserva para tiempos peores.
Su carne se convirtió en energía, gastada en unas cuantas correrías y algún saber vivir en el agreste mundo adulto; su espíritu, sin embargo, permanece en el tiempo de otros niños, prolongación de aquéllos que lo vivieron, ahora ya abuelos y abuelas, prontos a transformarse en recuerdos como él.
Nosotros, el resto de las mascotas, en algún momento recibimos el homenaje a la muerte-vida que también nos merecimos, aunque nos hubiera gustado más habernos transformado junto al Gordo, en energía creadora en la vida de esos humanos tan queridos.
- Aunque, Mangaruto - me dijo León, alguna vez- dicen que en China comen perros...
- Tal vez, si hubiéramos nacido allí... –contesté melancólico.

Francisco J. Laporte Derves
Los Ángeles. Chile.
2019

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